Lo miró con esos ojos grandes, esos mismos que ponía cuando sabía que se había mandado una gran cagada, esos que ponía cuando tenía miedo que todo se fuera al carajo, los mismo lindos y grandes ojos con los que lo miraba cada noche antes de pedirle que no se fuera. Lo miro un rato largo, inmóviles, lo miró como por primera vez, y como última, con la mirada le dijo todo, lo que pasaba, lo que pasó y lo que iba a pasar.
Sintió pánico, ganas de gritar, pero sus ojos no decían nada, ojos de perro muerto, muerto de frió en un umbral, ojos de amante antes de dar la peor noticia, ojos desolados de abandono y ruina, ojos de los cielos, de los mares, de los valles y montañas, ojos donde se veía todo, cada instante, cada lugar recorrido y por recorrer, cada punto de la arista, cada hipotenusa, cada coseno, cada ángulo donde todo se forma y aniquila. Todos los ojos, y todas las miradas, cada una pidiendo a gritos algo, todo dentro de esos ojos. Ese iris, esa pupila negra en el centro, cada pequeña vena poco dibujada que armaba una obra de arte destruida. Todo le hablaba, le pedía le imploraba.
Y en el fondo ella sabía donde le más le dolía, donde pegarle tan fuerte, una sola vez, y destruirle su mundo, y todos los que soñaba, donde hacerlo caer hasta lo más bajo, revolcarse en el fango, comer las hojas pisoteadas del tiempo.
Sus ojos ganaban todo, en el fondo lo sabía con tanta seguridad.
Ph: moi
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